Comentario
Desde el siglo XV los reinos hispánicos habían formulado la teoría de la exención del Imperio, que devendría en la concepción del imperio particular, según la cual estos reinos formaban, de hecho, un Imperio aparte. En contraposición a la idea imperial se formuló, durante el reinado de los Reyes Católicos, el término de "monarchía del reyno de España". El neogoticismo sirvió para salvar la contradicción entre la unidad de la monarquía y la plural realidad de los reinos hispanos, concediendo la preeminencia a Castilla, legitimación ésta que primarán intelectuales como García de Santamaría o Sánchez de Arévalo.
La elección de Carlos V como emperador obligó a asumir la compatibilidad entre la tradición del Imperio Romano Germánico con la idea hispánica de las misiones de la monarquía hispana. El proyecto político de Carlos V contó con el apoyo incondicional de la intelectualidad erasmista -sobre todo, Alfonso de Valdés-. El célebre discurso del obispo Mota en las Cortes de La Coruña de 1520 intentaba capitalizar el Imperio como empresa española. Pero no todos los intelectuales comulgaron plenamente con el ideario y la praxis política del imperio. Dejando aparte el republicanismo de Alonso de Castrillo (1521), son muchos los que manifestaron reticencias al andamiaje político del sistema carolino.
Gonzalo Fernández de Oviedo elogia, por ejemplo el Imperio, pero deduce de la ausencia del monarca graves daños. La prudencia de Oviedo estaba perfectamente justificada y las revueltas comunera y agermanada le dieron la razón. La experiencia comunera dejó su impronta en la concepción de la monarquía que la regente Isabel asumió (quietud de los reinos, defensa de la presencia del rey, administración financiera que distribuye los recursos en función de sus propias necesidades, etcétera). Tampoco en la Corona de Aragón suscitó especiales adhesiones la causa imperial. Respecto a Valencia bien conocida es la actitud revolucionaria de los agermanados. Pero incluso Cataluña, pese a la mítica identificación con Carlos V que la historiografía romántica le atribuyó, no asumió festivamente la idea imperial. Las tensiones de las Cortes de 1519 son bien expresivas.
Al final del reinado de Carlos V, en el mismo año 1556 se publican tres obras, las de Furió Ceriol, Fox Morcillo y Felipe de la Torre, en las que se plantean discrepancias con el modelo político del Emperador.
La pérdida del Imperio por Felipe II, tras la sucesión de Carlos V, propiciaría todo un aluvión de críticas contra el Imperio. Al mismo tiempo, se desencadena toda la ofensiva intelectual destinada a glosar la calidad imperial de la monarquía de Felipe II (Gregorio López Madera, Jaime Valdés) y a legitimar, a través de la función religiosa, tal monarquía (Vitoria, Vázquez de Menchaca).
Sabido es que la obra de Bodino a fines del siglo XVI supondrá el desplazamiento de la función judicial del rey a la legislativa. En España se tradujo pronto (en 1590 por Gaspar de Añastro) su obra clásica: Los Seis libros de la República. El concepto de jurisdicción supremo bodiniana contó en España con grandes reservas. Aquí se siguió primando la función de justicia del rey sobre la de legislador. J. Villanueva ha demostrado, pese a todo, la enorme influencia de Bodino sobre Cellorigo.
La suprema capacidad jurisdiccional del rey asignada por tratadistas como Covarrubias, Vázquez de Menchaca, Juan de Santamaría... fue limitada, especialmente por el pensamiento neoescolástico, que vinculaba la ley positiva a la ley divina. La ley positiva quedaba recortada por la moderación trascendentalista, que sujetaba la voluntad del rey a la razón y ésta al bien divino, y la representación organológica del Estado, que entendió éste como una comunidad jerárquicamente organizada y regida por el monarca como su cabeza. La primera dependencia la recordaron múltiples tratadistas, desde fray Luis de León al padre Suárez. El símil organológico lo argumentaron diversos intelectuales con objetivos distintos, pero todos ellos menoscabadores de la soberanía real. Martín de Azpilcueta lo utilizaba para regular la potestas de la comunidad. Juan de Mariana, que publicaba en 1599 su De rege et regis institutione, aplicaba el principio de la majestas duplex reconociendo que si el poder del rey era absoluto e indeclinable en determinadas actividades (justicia, nombramiento de magistrados, hacer la guerra), éste dependía de unas leyes fundamentales (las que fijaban la sucesión, el cobro de impuestos y el respeto a la religión propia del reino). Mariana representará el pactismo, que significó la transición de la idea de fidelidad a la de contrato, un contrato entre el rey y la república. Contrariamente a los que han atribuido a Mariana la formulación del contrato democrático del poder, Tomás y Valiente ha puesto de relieve que éste simplemente es un exponente de los intereses de tipo estamental frente a un poder absoluto. Las Casas convertiría al rey en el médico cuya función esencial es conservar, difundir y engrandar el reino. Castillo de Bobadilla (1597) encierra el poder del rey en el ejercicio de una serie de regalías entendidas como derechos singulares nucleados en torno a la persona real.
En el siglo XVI, el régimen polisinodial de consejos recibió fuertes refrendos por parte de intelectuales como Furió Ceriol en Consejo y Consejeros del Príncipe (1559) y Bartolomé Felipe en una obra homónima a la anterior (1584).
La praxis política del reinado de Felipe II no recibió glosas unánimes. Ahí están como testimonio los reparos de Arias Montano a la labor española en Flandes, las críticas del padre Rivadeneyra a la anexión de Portugal o la actitud ante el problema morisco de gente como Pedro de Valencia o el padre Sobrino, por citar sólo algunas de las plumas que se cuestionaron la salida represiva de la expulsión de los moriscos.
En el siglo XVII el pensamiento político evolucionará notablemente. Ya no les preocupa a los tratadistas el tirano por su origen ilegítimo, sino por su ejercicio, el uso injusto del poder. Como límite del poder real sólo se fijará la conciencia moral. De hecho, se impone el concepto de la plena soberanía del rey que libere a éste de la dependencia de las normas jurídicas positivas, con clara influencia de Bodino. Como formuladores de este principio podemos citar a Diego de Tovar y Valderrama, Mut, Madariaga, Márquez, Portocarrero, Mendo y otros muchos tratadistas. Pero para liberar al rey de la condición de tirano se le exige el cumplimiento de las leyes del derecho natural y de gentes y la ley divina. Lo cierto es que nadie sabe cómo impedir que el rey mande injustamente. La aprobación y defensa del tiranicidio que hicieron Soto, Suárez, Molina Bañez y, sobre todo Mariana, no se sigue en el siglo XVII. Es más, se considera que el derecho de resistencia sería atribuir a la República una función que sólo es propia del rey.
El tema de batalla dominante a lo largo de los siglos XVI y XVII en el pensamiento político español es la cuestión de la razón de Estado. En este sentido, Maquiavelo fue el gran punto de referencia. La complejidad de las actitudes ante Maquiavelo es enorme.
Fernández de Santamaría ha dividido recientemente a los pensadores políticos españoles en tres ámbitos: los eticistas, los políticos y la llamada escuela realista. Los primeros son los críticos de Maquiavelo por razones morales. Los políticos florecen durante el reinado de Felipe III exaltando hasta el idealismo la monarquía española. Los realistas elaboran la razón de Estado a través de una interpretación pragmática, aunque cristiana, de la política, contraponiendo Tácito a Maquiavelo.
¿Cuáles son los principales argumentos de los antimaquiavelistas? En primer lugar, la convicción de que el orden de gobierno está sujeto a una intervención providencial en contra de la secularización maquiavélica. Por otra parte, la apelación a la razón cristiana tomista, sobre la base del restablecimiento de la creencia en la armonía fides-intellectus. Se ataca, por último, el maquiavelismo por lo que supone de destrucción del orden del poder, es decir, la tiranía; la falta de originalidad; la excesiva tendencia generalizadora. La figura más representativa del antimaquiavelismo es el padre Rivadeneyra, la figura más típica de la concepción eticista.
Los políticos, en la terminología de Fernández de Santamaría, primarían esencialmente el principio de la libertad de conciencia. Aquí podría incluirse a pensadores como Juan de Salazar, autor de La política española (1618), Juan de la Puente, Gregorio López Madera, Pedro Calixto Ramírez, Cristóbal Suárez de Figueroa... y todos los pensadores que glosaron la monarquía española en las primeras décadas del siglo XVII.
Pero la mayor parte de los pensadores podría afiliarse a lo que Fernández de Santamaría llamaría escuela realista, intelectuales que intentan conciliar la tradición cristiana con la finalidad pragmática. Aquí pueden situarse desde pensadores caracterizados simplemente por primar la ambigüedad y duplicidad y defender la conveniencia del disimulo -Juan de Santamaría, Eugenio de Narbona, Mateo López Bravo- a los tacitistas -Alamos de Barrientos, Sancho de Mercado, Antonio de Herrera-, empiristas -Antonio López de Vega, Ramírez de Prado- y neoestoicos -Justo Lipsio, Quevedo, Mártir Rizo-. Por encima de todos ellos brilla con luz propia Saavedra Fajardo.
Su obra más famosa y la que le ha dado un reconocimiento universal es su Idea de un príncipe político-cristiano representando empresas (Munich, 1640; Milán, 1642).